Cuando abrí los ojos desperté a un mundo divergente, lleno de cosas tristes. Allí, en un rincón, se acumulaban todos esos regalos que tantos niños no habían podido recibir por Navidad. En otro, apilados, cientos de abuelas y abuelos cuyas historias sus nietos nunca podrán llegar a oír. Volando aparecían, como salidos de la nada, miles de patitos feos que nunca comprenderán por qué son tan únicos y valiosos. Todo, por todas partes, traía a mi memoria recuerdos de la más profunda tristeza que jamás sentí en mi corazón.
Caminé dos pasos, haciendo frente como pude a la solitud de quien no tiene con quien empezar el viaje. Recordé el sufrimiento a cada paso, inundando cada paso con el ardor incesante del fuego en mi pecho. El dolor se hacía cada vez más intenso, pero escalaba lentamente avisando sutilmente que el fin estaba cerca. Agaché la cabeza, impotente, y caminé dos pasos más. Vi en una piedra una inscripción familiar, recuerdo de tiempos felices con personas que ya no están. Un vendaval de lamentos imbuía el ambiente lleno de voces que proferían quejas sin cesar. Nunca había pensado que la tristeza pudiera tener tantas formas. Entonces apareció un espejo de la nada, de unos dos metros de alto y con un borde de metal bañado en plata. Su desgastada pintura anunciaba que ese espejo se había usado muchas veces, aunque no ponía nombre alguno de dueño. Me acerqué con curiosidad...
Cuando acerté a ver mi retrato en el espejo desperté súbitamente de vuelta en mi cama. Eran todavía las dos de la mañana pero las ganas de dormir se habían evaporado por completo. Recordaba, sin embargo, el sueño muy nítidamente. Nunca había imaginado que la tristeza pudiera tener tantas caras...
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