Me quedé impávido, mirando aquella pared, sabedor de que en la vida los negros más oscuros también tienen matices. Sentía que algo no encajaba en toda aquella maraña de pensamientos y emociones entrecruzados. Yo, que siempre había sido lo más cercano a una roca, veía una a una mis defensas caer como Berlín en 1945. Y dolía. ¡Vaya que si dolía! Taladraba todo mi cuerpo como si de metralla se tratase. Hiriente, pero no mortal.
¿Por qué habría el hombre más fuerte del mundo de sentir terror? Yo, Klaus Golovin, nunca he huido ante una pelea, ni vacilado lo más mínimo frente a una roca o el tronco de un frondoso árbol. Jamás he resistido la tentación de romper cuales cosas hubieran aparecido en mi presencia. Era famoso, más por bruto que por fuerte, y nadie nunca osó a desafiar la destreza de mi brazo por miedo a no volver a utilizar el suyo propio. ¿Cómo osó aquella joven moscovita hacerme temblar a mí, al gran Klaus Golovin? ¿Por qué quiso el viento cargar con aquellas palabras que salieron de su boca? Y ahí seguía yo parado en medio de la plaza, como estatua, sin poder mover un músculo y rodeado de mi horda de fieles -y, dicho sea, sanguinarios- seguidores, que contemplaban la escena con una mezcla de extraño y excitación.
- Jefe, ¡déjeme cortarle la cabeza! - dijo uno.
- ¡El brazo derecho! ¡El brazo para que no pueda escribir! - replicó otro.- ¡Y la lengua para que aprenda la lección!
- ¡No! ¡Basta! ¡No la toquéis! - pude finalmente reaccionar.
- Pero jefe...
- ¡He dicho que la dejéis tranquila! ¡Apartaos de ella! ¡Ahora! -alcé la voz en tono serio. La miré. - Ven conmigo. Tenemos que hablar...
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