Siempre tuvo escrita en su frente la fecha del 2 de mayo de 1808, aunque él no lo sabía. Solo sabía que en ese momento, personas igual que él pero armadas con pistolas de bolas, garrotes y cascos arremetían contra él y los que consideraba de los suyos sin ningún motivo. ¿Quiénes eran aquellas personas que les estaban dando una paliza? ¿Por qué estaban tan cabreadas? Mientras intentaba averiguarlo seguía corriendo, alejándose de aquella marabunda que avanzaba implacable cambiando personas, amigos por heridos, voces por llantos, ilusión por terror y pánico. Se pudo cobijar en un callejón pequeño y oscuro, en una calle contigua, junto a otra veintena de personas. No, no era lo que quería, quería salir, decir “No a la violencia”, pero sabía que no serviría de nada. La revolución había llegado a las calles. La revolución amenazaba, era imparable, se extendía como el éxtasis, como pólvora en medio de una alborada de sensaciones, de júbilo y angustia, de alegría y dolor. No lo quería así, pero así había llegado, y así él lo veía, desde dentro, y dispuesto a llegar hasta el final…
Cuarto de carrera, de nuevo jueves y Alejandro volvía a llegar tarde a la universidad. El Dr. Corberó no le daría más oportunidades y lo sabía. No le importaba. Siempre había sido de los que decían que el oro mueve más montañas que Mahoma y Jesús juntos, y sus padres si algo le habían dado era dinero. La familia Montalbán era de las más ricas de Valencia, poseía tierras por toda España y media Europa, varias empresas multinacionales y multitud de negocios de banca que le reportaban no pocos beneficios. De hecho, en el último año, la élite empresarial del país le concedió una distinción por la productividad que habían generado sus activos. Alejandro recibía el calor de todo ese dinero que le granjeaban una docena de sirvientes en casa, chófer y todo tipo de asistentes para su total conveniencia personal y un gran número de placeres que había sabido explotar desde pequeño, pero que no había conseguido tener presentes a unos padres que idolatrar. Pero la universidad, privada por decisión de sus padres, no le reportaba ventaja alguna frente al resto de alumnos en cuanto a horarios ni ventajas propias de una posición social superior, aunque evidentemente, todos en el campus sabían que el hijo de los Montalbán debía tener unas notas excelentes, como era digno de él...
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