Si como personas hay algo que nos une es el miedo, pero especialmente, el miedo a las primeras veces. Desde pequeños acostumbramos a desconfiar de personas nuevas, y según vamos creciendo incluso de las conocidas. Sospechamos de comidas nuevas, costumbres nuevas e incluso de nuevas actividades, unos más que otros. Muchas personas somos fervientes empiristas y seleccionamos nuestras nuevas experiencias en base a los datos que ya conocemos. Otras preferimos aventurarnos a lo desconocido para descubrir nuevos límites. Para Jorge la idea de salir de su zona de confort no le entusiasmaba, aunque fuera para algo tan importante como ver, tras un año, a su hijo.
El lugar donde se encontraba le resultaba familiar, casi conociéndolo como los principales edificios del pueblo. Entradas, salidas, horarios, tarifas, tipos de personal y de personas. Había pasado muchas horas allí, pero nunca había cruzado sus puertas para ver qué se escondía más allá del control policial. Esta vez, sin embargo, era él quien cargaba la maleta y el pasaje en su mano, y con un suspiro miró hacia atrás donde su hija lo despedía con la mano alzada. Se repetía hacia sus adentros que si tanta gente lo hacía, no debería ser tan peligroso, y tenía la suerte de no volar solo: para Jorge no había persona mejor que Marisa para compartir una primera vez, ya que durante los últimos treinta años había sido ella quien había estado a su lado en cada uno de los momentos importantes. Y este definitivamente lo era.
Con más prisa que acierto desabrochó la correa de sus pantalones y descalzó sus pies, colocó sus enseres dentro de los cestos preparados al efecto y pasó el control policial. Igual hizo Marisa. Encontrar la puerta de embarque no les llevó mucho más tiempo, así que decidieron tomar un café en una cafetería cercana esperando la salida. Los nervios aumentaban con el paso de los minutos, aunque el frío juego de miradas intentara disimular lo contrario. "¿Miedo yo a volar? Qué va, para nada. Si eso es cerrar los ojos y aterrizar" eran las palabras que más había repetido entre sus allegados en las últimas semanas. Pero como se dice entre el vulgo, la procesión va por dentro.
Con la puerta del avión cerrada Jorge pudo escuchar una serie de bruscos ruidos proveniendo de los motores y las ruedas de la aeronave. Su sorpresa fue mayúscula cuando sus sorprendidos ojos se encontraron con los de Marisa abiertos de par en par. Una risa tímida surgió entre ellos, una risa nerviosa ante una nueva primera vez. El avión se acercó a la pista de despegue, sus manos se entrelazaron y sus ojos se cerraron. El avión comenzó a acelerar, dando pequeños botes y rebotes en el pavimento. La tensión aumentaba y Jorge notó cómo la mano de Marisa apretaba cada vez más y más. En un segundo toda la velocidad parecía haber disminuido, y se volvieron a cruzar sus miradas. Volvieron a sonreír. Ambos lo notaban. Estaban volando...
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