Espadín tenía un andar lento pero seguro. No solía correr, su dueño nunca le enseñó lo que era el galope y él guardaba celosamente todo lo que su dueño le pedía. Sabía que así debía hacerlo: él era un caballo confiable, un caballo honesto y trabajador. Sobre todo trabajador. Espadín se despertaba a las seis de la mañana, cuando el gallo comenzaba a cantar, desayunaba rápidamente y esperaba impaciente a que José, su dueño, viniera al establo y lo llevara de paseo a la vieja aldea. Cada día cargaba con dos alforjas llenas de verduras que José se esforzaba en vender, aunque la mayor parte de los días las traía, casi enteras, de vuelta otra vez a casa.
Espadín podía ver en la cara de su dueño que las cosas no marchaban bien, aunque no llegaba a entender por qué. "¿Cuál es el problema? Hace ya mucho tiempo que siempre hacemos la misma ruta, y desde hace unos meses a la vuelta siempre trae la cara larga y cansada. ¿Será que camino muy deprisa?" Claro, Espadín era un caballo y poco sabía de ventas, pero se alegraba de ser él quien cargara las alforjas y no su cansado dueño. En esos días comprendió que quizá no solamente con pasear junto con José era suficiente, que igual debía intentar cambiar de ruta de vez en cuando para que José pudiera recorrer nuevos caminos en busca de la felicidad. Espadín, que había escuchado un riachuelo cruzando el puente, decidió un súbito domingo cambiar de camino y seguir el curso de agua. José despertó súbitamente de su letargo mientras el caballo había emprendido una marcha vivaz por el sendero fluvial.
"¡Espadín vuelve!¡Ese no es el camino!" gritaba José inútilmente intentando dar caza al desbocado caballo. Pero el corcel, sonriente por ver un semblante distinto en la cara de su dueño decidió que intentaría llegar un poco más lejos, hasta que este fuera capaz de esbozar una sonrisa. Y corrió como nunca antes había hecho hasta que, sin darse cuenta, había desaparecido de la vista de su amo. Estaba tan excitado que ni se había dado cuenta de su veloz zancada y por un momento se creyó volar. Cuando aterrizó de vuelta a la realidad se encontró de frente con un señor de rostro moreno, piel tostada y barba larga que le llegaba hasta el nudo de su corbata. Espadín frenó de golpe, no pudiendo evitar que una de las alforjas saliera despedida hasta los pies del hombre. Este, sin dejar de mirar al caballo, dobló sus rodillas y extendió su mano para coger una de las berenjenas que había rodado hasta la sombra que proyectaba su mocasín con el sol. Espadín relinchó indignándose al ver un extranjero intentando robar la mercancía que había sembrado su dueño, y este pareció entender el mensaje, pues dejó la berenjena de nuevo en el suelo y dio dos pasos atrás sin dejar de mirar al noble caballo.
Alertado por el relincho el dueño apareció entre unos arbustos y tomó las riendas del corcel, pidiendo disculpas al viandante por la reacción de su fiel amigo. "No se disculpe señor, es un caballo valiente. No debe uno tomar prestado aquello que no le pertenece y su caballo me lo ha sabido recordar con elegancia y cortesía. Déjeme felicitarle porque usted además de un caballo tiene aquí a un fiel amigo". Espadín, que no comprendía la situación, miraba con curiosidad cómo el extranjero ayudó a José a volver a empaquetar todo en la alforja y luego a ponerla, junto con la que todavía llevaba colgando, en la parte trasera de su coche 4x4. Una sonrisa se dibujó en el rostro de su amo que se mantuvo durante todo el camino de vuelta a casa. Y Espadín durmió contento, sabiendo que su dueño había vuelto feliz y radiante y todo gracias a él...
Al día siguiente, como de costumbre, Espadín estaba preparado de nuevo para salir a pasear con su dueño. Pero esta vez José no cargaba ninguna alforja al hombro. "No las ha devuelto aquel hombre malo" se preguntaba Espadín. Pero a José parecía no importarle no tener alforjas ya; todavía mantenía la sonrisa del día anterior. Ese día José y Espadín se fueron a caminar, si cabe más lento que de costumbre, hasta la ladera del río. Y recostados allí José miró a Espadín y le dijo, con una voz alegre y con lágrimas en los ojos: "Caballo loco, hace dos días no tenía con qué alimentar a mi familia. Ayer tu carrera acabó encontrándose con el hombre que me va a comprar toda mi producción de todo el año. ¡Nos has salvado la vida!" Y allí a la sombra de una encina se recostó Espadín contento, pues había conseguido por una vez devolver a su dueño todo el amor que su dueño durante tantos años le había dado. Y eso para él era lo más importante.