De vez en cuando me gusta detener el tiempo, aunque solo sea por un instante. Me gusta saborear todo a mi alrededor. Me aficiono a descubrir olores que nunca antes percibí en los objetos más cotidianos. Me encanta escuchar el sonido de las ciudades por la noche, con sus murmullos incesantes de personas despidiendo el día desde la soledad de su propio salón. Me distrae mirar por mi ventana, de cara a muchas otras ventanas, e imagino cómo serán las vidas de unas personas con las que apenas cruzaré una palabra jamás.
La noche es el momento original del día, sin el cual nada en nuestras vidas tendría sentido. Es el lugar marcado para desarrollarnos como personas, para aprender aquello que realmente amamos aprender. Y para amar. Para odiar también, y criticar ante todos cuánto de bueno o de malo la vida nos está deparando. Es el momento de las alegrías cuando las noticias son buenas, de la calma cuando no lo son tanto y de la caja tonta cuando las noticias directamente no son. Es el momento de sentarse a pensar, de refugiarse en uno mismo, de poner un broche de oro a otro día singular. Porque sin la noche, sin ese momento en el cual la agenda nos da un respiro, no seríamos los que somos. Y somos aburridos, cotidianos, soñadores y soñados, divertidos, anhelados, depresivos e incluso esforzados. Todos somos distintos cuando cae el sol.
No olvidéis, lectores, que estas palabras también pertenece a ese manto oscuro que les da forma y las mima haciéndolas sentir especiales. Porque la noche esconde secretos que la luz nunca podrá iluminar...
(G)