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¿Quién querría arruinar bonitas historias con un contexto que no les haga el honor que se merecen?



No encuentro nada tan placentero como exhalar una bocanada de aire en medio de la calle cuando hace frío. Es infantil, pensaréis. Bueno, yo también solía pensar que había acciones que solo les eran permitidas a aquellos con una madurez mental de no más de cinco o seis años. Con el tiempo me di cuenta que realmente no creo que haya superado nunca esa edad. He aprendido a contar los cuentos que han escrito otros y a encontrar la información que necesito para lidiar con mis cotidianas situaciones. Pero claro, a decir verdad, ¿quién puede competir con las historias tan vívidas de un niño de cinco años que recién está descubriendo el mundo, con su enmarañada mezcla de realidad y fantasía? Y entonces, como por arte de magia, aparece un charco delante de mí y piso - muchas veces sin siquiera querer- ese pequeño estanque lleno de una parte de mi niñez. Y vuelvo a navegar los siete mares, cruzar ríos infestados de pirañas y patinar sobre hielo en el Polo Norte rodeado de osos polares. Cuando me siento niño, de nuevo, puedo evocar millones de historias sobre los más pintorescos personajes del mundo. Quién fuera niño la mitad del tiempo...


Aunque como experto historiador que soy, creo que nada podrá superar las historias de mi abuela. Esas, esas sí eran historias de verdad. Creaba héroes y heroínas de la nada, villanos que asustaban con solo nombrarlos y siempre - ¡siempre! - acababa los cuentos con una sonrisa. Y lo mejor de todo: todos los personajes también eran de verdad. Siempre había algún vecino, amigo o conocido que había logrado las más inverosímiles proezas. Recuerdo una historia sobre un abuelo que había conseguido medrar en el escalafón social de una pequeña ciudad llena de una baja aristocracia con la ayuda de sus manos, un legón y un corazón enorme. También había una sobre una niña pequeña que aprendió a leer y escribir de oídas, escondida detrás de una puerta o un sofá, porque en su casa la escasez de recursos permitía solamente a un hermano recibir clases. Todas, todas tenían un denominador común: eran historias de personas valientes que perseguían objetivos dignos para mejorar la vida de las personas que les rodeaban. Todas actuaban para salvar a los demás de trabajos pesados o vidas ruinosas. Y todas lo lograban, con esfuerzo eso sí, y yo lo celebraba como si las Moiras tuvieran el mejor de sus días. Escuchando esas historias entendí a Peter Pan mejor que nunca. ¿Quién querría arruinar tan bonitas historias con un contexto que no les haga todo el honor que se merecen? La inocencia de un niño es la mejor receta para encontrar un cachito de felicidad, y mi abuela desprendía toda.


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Cuando abrí la puerta allí estaba ella, engalanada para la ocasión. Tenía una sonrisa radiante, entrecortada de tanto en tanto por los pequeños achaques que le daba una cadera maltrecha por la edad. Su chaqueta verde resaltaba levemente el color albino de su pelo y el rosado de sus mejillas. Nada podía esconder esa sonrisa amplia y la alegría en su mirada al verme llegar. Sabía que había dejado todo para ir a por ella, porque un día tan importante en mi vida no podía existir si mi abuela no lo vivía conmigo. Había rehusado por activa y por pasiva la invitación, consciente de que hacía años que no salía de casa. "Las fiestas son cosas de jóvenes, y yo ya estoy muy mayor. ¿No ves que me duermo viendo el telediario?" fue su leitmotiv hasta el último día, pero si había algo que era más vehemente que su aversión social era mi determinación....

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